Arte debe ir "contra" la cultura
Espacio de arte (3)
Los espacios de artes visuales no deben estar jamás localizados en centros culturales (modelo chileno), porque su programación sucumbe al síndrome de los estudios de “audiencia”. Esta subordinación es la primera y principal censura que deben enfrentar a nivel de sus precarias consistencias. Cuando no, han tenido que acomodarse a la demagogia justificativa de iniciativas en que la palabra “ciudadanía” parece cumplir el objetivo de cumplimiento de un mandato ritual. Conceptos “relacionales” y menciones a “cultura de la paz” se han vuelto fetiches en una documentación forjada para fortalecer carreras de jóvenes curadores convertidos en profesionales de la inflación exótica de la precariedad.
La segunda censura corresponde a la ejecución administrativa de la “retórica de la inadmisibilidad“ que opera en los fondos concursables. En el fondo, la primera evaluación es la que realiza la persona encargada de revisar la eficacia de completación del formulario. Ya no resulta sorprendente que proyectos de creación sean rechazados porque carecen de “plan de difusión“. La “difusibilidad“ ha sido la petición de principio con que la creación en Chile ha sido castigada, en provecho de una circulación que satisface metas de cumplimiento de planes de mejoramiento de la gestión de los propios fondos. Esto no se traduce en caso alguno en un aumento de la calidad de los resultados sociales exigidos a prácticas de arte cuyo único resultado, en términos estrictos, opera en el cumplimiento operacional de sus propias reglas. Eso es lo que se pide a una política pública.
Hagamos una pregunta estúpida: ¿Debiera existir una política pública para las artes visuales? Más bien tendremos que pensar en políticas públicas en cultura, que no es lo mismo, porque lo que se ataca en ese dominio es el universo del malestar como condición de existencia. Solo habría una tal política porque existiría un malestar incalmable que determinaría y justificaría inversiones de reparación. A final de cuentas, un centro cultural, ¿para qué serviría? Por cierto: para encuadrar la satisfacción de la demanda y convertirla en audiencia mensurable.
!Ah! Los centros habrían sido concebidos como instrumentos de participación y regimentación ciudadana, entregados a una gestión municipal sin experiencia en cultura más que servir de pantalla a las relaciones públicas del alcalde. Habrá una sala donde expondrán sus trabajos de bordado los clubes de tercer edad, entre medio de una exhibición de pinturas de flores y copias de pinturas famosas, realizadas en un taller de pintura al óleo impartido por un héroe plástico local, etc. Eso es festinar la reflexión, sin duda, porque habrá que abrir espacios a las expresiones de los “pingüinos” y sus trabajos provenientes de los talleres de fomento de la creatividad en el seno de la jornada escolar completa. Eso, en el mejor de los casos.
No hay que tener salas de exhibición en los centros culturales. No hay que exponer a nadie. Un centro cultural está para otra cosa; para servir, por ejemplo, de espacio a la invención de una identidad local, vinculada directamente a las demandas de unas comunidades que experimentan algún grado de avería simbólica en la producción de su vida cotidiana.
No cabe duda que cuando hablo de desmantelar la inclusión de salas de exhibición en los centros culturales, lo hago en relación a los grandes elefantes blancos que se supone y ya se sabe de sobra. Y están en la capital. Por eso, no hay que tener más lugares de exhibición, !para lo que hay que exhibir! El arte contemporáneo ha dejado de ser un arte para la exhibición, porque es un arte de procesos que exige otro tipó de visualización. Eso, en el supuesto que en Santiago, tengamos prácticas de arte contemporáneo; más bien, he sugerido que lo que existe es algo que podemos denominar con la sigla ACR (Arte Contemporáneo de Retaguardia). Iba a escribir la palabra Regresivo, pero puede ser mal acogida como hipótesis, ya que me tendrían que preguntar hacía donde regresaría, este arte que no se sabría de donde venir.
El ACR quedaría en situación de desmedro, sin sala donde exhibir sus condiciones de flaqueza. La verdad es que hay sectas que experimentan una buena reproductibilidad como espacios de permanencia de prácticas arcaicas. De todos modos, la habitabilidad del arte chileno se juega en otro terreno, en que ni las escuelas se imaginan. La conformidad que podemos tener se justifica por un asunto estadístico. Dado el tamaño de la formación artística chilena, basta con la escena que hay. Las escuelas no tienen que ver con el arte y los pocos artistas que logran inscribir su obra en un sistema internacional más complejo son los que son. No habrá más. No tiene por qué haber más.
Ahora bien: todo lo anterior no tiene que ver con Cultura (inclusiva), sino con producción de Arte (discriminativa); es decir, con un tipo de respuesta a unas demandas que provienen del propio sistema mundial de arte y frente al que la escena nacional responde como quiere, no como puede. De poder, puede; solo que no desea ir más allá por voluntad expresa de sus “modos de hacer”. La Cultura chilena y la “cultura de los chilenos” operan en el terreno de una producción de subjetividad, digamos, en que la industria no parece estar en medida de favorecer una experiencia estética de calidad, justamente, porque la “audiencia” obliga a equipar por abajo una situación formal que no es equiparable sino a las condiciones de producción de sus propios parámetros. La noción de retorno social no la han inventado los artistas, sino los gestores culturales y productores que deben cumplir con cometidos que trabajan en aquellos niveles de administración de fondos destinados a sustituir el arte por la cultura, unidos en el fervor del consumo. Es decir: tiene que ver con las representaciones de ciudadanía, como se dice hoy día, pero operando en la primera línea del malestar. Los artistas, en cambio, están o debieran estar respondiendo a las exigencias de las primeras líneas de su propia historia de intensidades formales. Lo que significa que trabajan sobre “el malestar en el malestar”; es decir, en aquella zona en que las obras de arte poseen un quantum de especificidad que las distingue de los objetos no artísticos. Por eso, no debe haber salas de exhibición de obras de arte en el emplazamiento de centros culturales; lo que equivale a sostener que el arte debe ir “contra” la cultura. Hacer esta distinción implica reconocer los límites de una política pública destinada a la reparación ilusoria de vulnerabilidades simbólicas mantenidas en estado de refrigeración social.
Por Justo Pastor Mellado